sábado, 31 de enero de 2009




Dicen que tras el parto te sientes vacía. No sé yo, de momento te sientes menos pesada. Eso cuando se te pasa el efecto de la epidural, claro. Cuando te recuperas un poco del tremendo cansancio empiezas a sentir dolores varios. Lo peor, los puntos de la episotomía. Tú que toda la vida te has sentado sobre tu hermoso culo sin pensar en lo que hacías, de repente te acuerdas de la mala sombra del ciprés del cementerio, o de los muertos de aquél que dejó de ser tu amigo. Pero eso también se pasa. No sin antes solaparse con una terrible sensación de desbordamiento. Yo batí el record de las mamás novatas (primerizas que dicen los que van de listillos, ejem) y me fui a urgencias con la niña a las 20 horas del alta hospitalaria. Todo estaba bien, por supuesto. Todos te llaman novata y te miran un poco con condescendencia, un poco con media sonrisa al ver tus generosas ojeras y tu andar vacilante. Y te mandan a casa a descansar, que falta os hace a las dos.

Y tú te vas a casa a dejarte superar de nuevo por la realidad. No sabes ni cómo coger a la niña que parece que se va a romper, hacía unas horas no sabías ni decir dos marcas de pañales y ya tienes un doctorado en el tema. Igual que con las cremitas del culete, las curas del ombligo que te ponen los pelos de punta, los baños, las tetinas, los biberones (mi niña no sabe mamar, ¿esto sólo me pasa a mí?), los sacaleches, los esterilizadores, cambiadores, peleles, chupetes, interfonos, sacamocos (que un mes y medio después aún no me he atrevido a usar), cortaúñas miniatura, gotas, sueros, patucos que se caen en cuanto dejas de mirar esos minipies que no dejan de moverse…

Dejas de saber si te sientes vacía porque simplemente dejas de tener tiempo para pensar en ti. Sólo sabes que lloras y a veces ni te das cuenta de que lloras. Pero no importa, al fin y al cabo las lágrimas desinfectan. Pasan los días como pasan los trenes por la estación. El móvil tiene 25 llamadas perdidas y lleva tres días en silencio cuando te das cuenta de que hace tiempo que no sabes nada del mundo exterior.

Hay vida ahí fuera. Dicen.

Y te lo tienes que creer.

Los ratos (cortos), entre pañal y pañal, sacaleches y sacaleches, y loquesea loquesea, te dedicas a papá que sigue malito aunque progresando. Y es que todo el mundo menos tú parece haber olvidado que estáis los tres solos en casa. Papá, la Caótica Primeriza y la Churumbela llamada Boliche. Sin olvidarte de cocinar, fregar y demás. Por eso te acomodas como puedes, comes cuando puedes (si puedes), te duchas todos los días si hay suerte, que no siempre la hay, y duermes a ratillos sin importar que sean las 7 de la tarde o las 12 de la mañana. No sabes de días, ni de horas. El aire huele a invierno aunque tú podrías jurar no haber salido del otoño.

Y a pesar de todo eres feliz. El ser humano es lo que tiene. Sorprendente. Porque miras con ojos legañosos esos ojillos velados que ya siguen tus movimientos y algo te agarra por dentro, luego ves una sonrisa que dejó de ser aleatoria para venir con dedicatoria. Y es sólo para ti. Y tú sonríes también. Cantas cosas que te cantaron rescatadas de no sé qué rincón de la memoria y encandilas a la audiencia. Y te descubres escribiendo, mientras mueves la cuna con el pie, sobre un amor inmenso. Sobre este amor inmenso. Y este día sin nombre, sin número y sin fecha de caducidad, pasa a ser un buen día. Grande.