martes, 28 de agosto de 2007

Por necesario.


El aire entra a raudales por la ventana del salón. Esa misma ventana por cuya integridad temí el pasado sábado. Esa misma ventana de amaneceres sucios y amarillentos y de atardeceres de algodones dulces. La misma ventana de los tejados feos, huérfanos, los pobres, de tejas.

Las venecianas verdes repiquetean al compás del viento, a pesar de estar subidas no pueden evitar someterse a su baile. Con el paso de los años, este mismo repicar ha ido absorbiendo mi corazón, esclavo hoy de su peculiar ritmo.

Mi ventana de venecianas verdes es una ventana al mundo que me queda por descubrir. Verde esperanza dicen por ahí. Igualmente es mi muro personal, carcelero en solitario de la huida final.

Hubo un día en que mi ventana quiso convertirse en puerta y desde entonces la odié.

He odiado tanto ese segundo de salida que durante años no fui capaz de hacer nada más. Concentrada en el odio y la culpa, en la culpa y el odio. Daba igual el día, daba igual el lugar, daba igual hasta la compañía. Yo ya tenía el veneno dentro, que no tuvo más que campar a sus anchas.

Y pasó el tiempo. Mucho tiempo. Demasiado tiempo. Y hoy me miro y no me reconozco. Por lo mucho que éste ha corrido cuando para mí los segundos eran una eternidad tan dolorosa y lacerante como lo eran entonces.

Nada funcionaba bien. Yo era pequeña en todo y el mundo era tan grande…, el dolor inabarcable y el reconocimiento de lo perdido para siempre padre abnegado del más absoluto silencio; que me encerré bajo siete llaves, una por día de la semana, y dejé mi cuerpo fuera. Por mí como si se pudría en el infierno. Yo no quería cuentas con él. Y suplicó… ¡vaya si suplicó!

No sé. Nada de lo que escriba describirá con la precisión que hoy me gustaría tener, cómo pasé mi adolescencia. O más bien, como no la pasé. Porque me salté un paso. Yo era pequeña y al segundo siguiente ya era mayor.

Y ser mayor es el fraude al consumidor más grande de la historia del hombre. No importa la edad, no importa la condición. Tan sólo importan las circunstancias personales. Y mi momento llegó un verano de mucho calor, mucho, de gran ola de calor, incluso. Quizás porque nunca he estado tan cerca como entonces del infierno.

Y hoy el aire entra a borbotones por mi ventana refrescando un poco este lunes de bochorno al que de repente no estoy acostumbrada. Y la miro. La miro a ella y miro por ella. Y ya no odio. Ya no soy culpable, no porque yo lo diga, sino porque siento que es así. Y a pesar de que cada vez que miro esa ventana me vuelven a la cabeza las imágenes casi irreales de aquel segundo pasado en que fue puerta, ahora no siempre lloro. Aprendí a hablar un buen día porque alguien se tomó la molestia de encontrar las llaves y tirarme de la lengua. Porque alguien me abrazó y me robó las lágrimas con su hombro… porque yo quería sola, pero sola no podía. Y por eso es tan importante que me abraces de vez en cuando.

Me levanto y me asomo. Veo la vida pasar. Se ven colores en los “modernos” edificios del lavado de cara y aunque a ratos aún parezca que el cielo se va a caer, yo hace tiempo que comencé a apuntalarlo subida a lomos de mi andamio infinito. Lo malo es que, a veces, me canso y aún noto temblar, sobre todo los días de viento en los que se me despeina el alma. Y me voy a la caja de herramientas a por más tornillos pero, mientras tanto… ¿podrías volver a abrazarme?



En toda buena terapia es necesario escupir. Se ha hecho de noche en mi ventana.

lunes, 27 de agosto de 2007

Colmillitos


Tenía hambre y poco tiempo que perder, pues estaba anocheciendo y la lluvia arreciaba. Volaba casi a ciegas siguiendo aquella luz tenue y temblorosa, cuando lo notó.


… Aquel olor…


Imposible resistirse ante semejante perfume. Aceleró, al tiempo que los tonos rosados comenzaron a tomar forma. Un poco más. Un último esfuerzo.


¡Oh!


Era el mejor aroma del mundo. Nada de lo que hubiese olido hasta el momento se podía comparar con esto. Cerró los ojos y se posó, a resguardo de la tempestad, por fin. Aspiró una vez más mientras notaba como aumentaba su apetito.


Y comenzó el festín.


Nadie le había dicho que él sería el primer plato.
...

martes, 21 de agosto de 2007

A ratitos

A ratos me decías que me querías.
Menos mal que no te creía.

¿Para qué las mentiras
si cuando las decías
siempre tenías que apartar tu mirar?

¿Para qué las verdades a medias?
¿Para qué insolente engaño?
¿Y las excusas fingidas y afligidas?

¿Para qué los juramentos?
¿Y el sin vivir sin amor
o el morir viviendo?

A ratos me decías que me querías.
A ratos yo me reía.

Y hoy llevo un saco roto,
llenito de falsas palabras,
llenito de falsas bondades,

Lo prendí en la solapa
de mi traje indiferente.
El de pasear de la mano.

Pero al desnudarme, ya en casa.
Y a pesar de los pesares.
A ratos, sólo a ratos.
Añoro tus medias verdades.

sábado, 18 de agosto de 2007

El Corazón del Mar






Podía disfrutar de momentos mágicos inolvidables como esas impresionantes puestas de sol en las que el cielo enrojecía ruborizado por ver al sol en tan íntimo contacto con el mar. “Amar a mar” como decían los carteles de bienvenida. Pues a eso nos dedicaremos, pensó mientras se dejaba acariciar por las frías aguas atlánticas.

Justo cuando comenzó a nadar, al compás de las olas, un atrevido San Martiño cruzó como con prisa el fondo del mar, justo a sus pies. Ajeno a todo lo demás, pensó. Feliz en su vida de pez. Así haría ella. Surcar el mar ajena a todo lo que dejaba en tierra, en la orilla y tierra adentro. Volvía a ser pez, sabía que ésta no era la primera vez porque conectó con el agua de manera tan perfecta que sintió que era eso lo que llevaba tiempo esperando: volver a sus orígenes. Y como siempre, el movimiento le pareció de lo más sensual, no había conocido jamás una caricia tan perfecta, tan intensa, tan ajustada a su deseo, como la caricia del agua. Amar a mar mientras la mar le devolvía el pago con la misma moneda.

Y en sus brazos, dejándose llevar presa de una intensa excitación, consiguió no echarte de menos. Y deseó que el momento fuese eterno. Mientras, casi sin darse cuenta, fue dejando de respirar. Los pulmones ya no le hacían falta si dejaba que la vida penetrara por los poros de su piel. Y fue feliz. Allí, siendo mar.

Nadie entendió su muerte cuando apareció en las noticias de la noche. Encontraron su cuerpo a la mañana siguiente, cerca de un pequeño pueblo pesquero. Y es que nadie había visto jamás semejante cara de felicidad, les costó creer que el cuerpo se hallaba sin vida, porque justo era vida lo que desprendía aquella joven muerta. Y así comenzó su leyenda.






Con el paso de los años, aquel pequeño pueblecito pesquero y sus alrededores, comenzaron a prosperar de manera significativa.


Tras rescatar a la joven sin vida de las frías aguas aquella mañana de agosto, la depositaron en la cámara frigorífica de la lonja mientras esperaban la llegada de la policía y del forense. Pero, para sorpresa de todos los que allí estaban cuando ese momento llegó, al abrir la cámara, ella ya no estaba. El cuerpo había desaparecido. La manta que había usado para transportarla hasta allí y para luego taparla estaba, perfectamente doblada, en el suelo. Todo estaba cerrado y no había huellas en la escarcha del pavimento.


El caso trajo de cabeza a la policía local durante mucho tiempo, hasta que poco a poco fue quedando olvidado y pasó a engrosar los archivos de los casos sin resolver. Pero la joven nunca desapareció de la memoria de los pescadores de la aldea.


La felicidad que desprendía el día que apareció ahogada, su enorme belleza, la paz que transmitían sus ojos sin vida, su piel blanca y delicada… todos los detalles quedaron grabados a fuego en la memoria de las personas que la encontraron. Y todos los que no estuvieron habían oído hablar tanto de ella, que era como si todo el pueblo hubiese estado en el puerto aquel día.


Al principio tan sólo los ancianos del lugar se dieron cuenta de lo que estaba pasando y no tardaron en atar cabos. Desde aquella mañana de verano el mar no se había llevado la vida de nadie. Pescadores y percebeiros iban, faenaban y volvían sin problemas. Incluso tras los rigores de ese duro primer invierno en el que la mayoría de los días las olas más enojadas azotaban la costa hasta casi hacerla sangrar, no se produjeron incidentes en el mar. Aquel año, nadie lloró a ningún muerto, nadie puso ninguna cruz en los acantilados, ninguna familia quedó prematuramente mutilada de por vida. En las tascas del puerto que calentaban el alma y el cuerpo de los trabajadores del mar en las frías noches en las que salían con sus livianas barquitas pronto se comenzó a hablar de la buena racha que vivía el pueblo. Y no tardaron en agradecer a la misteriosa joven, que velara por ellos desde su desaparición. Con el alma reconfortada ya por el orujo y el calor de la vuelta a casa, se empezaron a escuchar historias personales. Y todas eran tan iguales que los pescadores bien parecieran una misma persona. Un mismo cuerpo para los percebeiros. Y para el pueblo, un único corazón.


Y es que todos ellos habían vuelto a ver a la extraña joven. Cuando la cosa se ponía fea en el mar, sabían exactamente qué camino tomar, sabían de qué rocas se tenían que alejar, cuándo era el momento exacto de volver a casa, incluso sabían qué días era inútil salir a faenar. Sabían cuándo rompía cada ola y cómo evitar corrientes traicioneras. Dónde estaban los mejores bancos y cómo alejarse victorioso de las peores tormentas. Todo lo veían y se sentían guiados y bien acompañados en la soledad del mar. Lo veían con los ojos del corazón. Con los ojos del Corazón del Mar. Los ojos de ella. Sus ojos.



Alguien puso una cruz en el lugar donde ella apareció muerta y llena de vida.

Todos los años la pintan de blanco. Y cada 7 de agosto la cruz se llena de flores frescas.

miércoles, 15 de agosto de 2007


Trozos de vida.
Instantes de color.
Prendidos con alfileres
en el corazón.

Y por la mañana, recuerdos.
Y con los años, viejas fotos.
Y al final, herencia incomprendida.
Perdida, prendida, perdida.
Prendida en mi corazón.

domingo, 5 de agosto de 2007

¿Estrés vacacional? No, gracias.



De nuevo un pequeño alto en el camino para comenzar otra semana de vida sin preocupaciones. Mañana rumbo a Galicia.


Esta vez, cual abejorro de peluche, ea. No sólo vive sin preocupaciones, es que además, vuela.