Con el paso de los años, aquel pequeño pueblecito pesquero y sus alrededores, comenzaron a prosperar de manera significativa.
Tras rescatar a la joven sin vida de las frías aguas aquella mañana de agosto, la depositaron en la cámara frigorífica de la lonja mientras esperaban la llegada de la policía y del forense. Pero, para sorpresa de todos los que allí estaban cuando ese momento llegó, al abrir la cámara, ella ya no estaba. El cuerpo había desaparecido. La manta que había usado para transportarla hasta allí y para luego taparla estaba, perfectamente doblada, en el suelo. Todo estaba cerrado y no había huellas en la escarcha del pavimento.
El caso trajo de cabeza a la policía local durante mucho tiempo, hasta que poco a poco fue quedando olvidado y pasó a engrosar los archivos de los casos sin resolver. Pero la joven nunca desapareció de la memoria de los pescadores de la aldea.
La felicidad que desprendía el día que apareció ahogada, su enorme belleza, la paz que transmitían sus ojos sin vida, su piel blanca y delicada… todos los detalles quedaron grabados a fuego en la memoria de las personas que la encontraron. Y todos los que no estuvieron habían oído hablar tanto de ella, que era como si todo el pueblo hubiese estado en el puerto aquel día.
Al principio tan sólo los ancianos del lugar se dieron cuenta de lo que estaba pasando y no tardaron en atar cabos. Desde aquella mañana de verano el mar no se había llevado la vida de nadie. Pescadores y percebeiros iban, faenaban y volvían sin problemas. Incluso tras los rigores de ese duro primer invierno en el que la mayoría de los días las olas más enojadas azotaban la costa hasta casi hacerla sangrar, no se produjeron incidentes en el mar. Aquel año, nadie lloró a ningún muerto, nadie puso ninguna cruz en los acantilados, ninguna familia quedó prematuramente mutilada de por vida. En las tascas del puerto que calentaban el alma y el cuerpo de los trabajadores del mar en las frías noches en las que salían con sus livianas barquitas pronto se comenzó a hablar de la buena racha que vivía el pueblo. Y no tardaron en agradecer a la misteriosa joven, que velara por ellos desde su desaparición. Con el alma reconfortada ya por el orujo y el calor de la vuelta a casa, se empezaron a escuchar historias personales. Y todas eran tan iguales que los pescadores bien parecieran una misma persona. Un mismo cuerpo para los percebeiros. Y para el pueblo, un único corazón.
Y es que todos ellos habían vuelto a ver a la extraña joven. Cuando la cosa se ponía fea en el mar, sabían exactamente qué camino tomar, sabían de qué rocas se tenían que alejar, cuándo era el momento exacto de volver a casa, incluso sabían qué días era inútil salir a faenar. Sabían cuándo rompía cada ola y cómo evitar corrientes traicioneras. Dónde estaban los mejores bancos y cómo alejarse victorioso de las peores tormentas. Todo lo veían y se sentían guiados y bien acompañados en la soledad del mar. Lo veían con los ojos del corazón. Con los ojos del Corazón del Mar. Los ojos de ella. Sus ojos.
Alguien puso una cruz en el lugar donde ella apareció muerta y llena de vida.
Todos los años la pintan de blanco. Y cada 7 de agosto la cruz se llena de flores frescas.
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