Este ha sido un año realmente extraño. Y lo digo así, como si ya estuviera acabando y aún estamos lidiando con julio.
Todo suena lejano en mi cabeza. El encierro, los días que se confunden con las noches. El no separarme de ti. El ver la tele en un abrazo infinito. El reconocer la felicidad en la carencia. Y sabernos ricas.
El cambio que asusta. Los amigos que se alejan. La promesa del futuro que ni tú ni yo nos acabamos de creer. Un pecho curioso que da los buenos días al mundo. Y ese mundo que sí, pero no, incierto, borroso, irreal.
El no parar de trabajar sin trabajar. Las calles desiertas. Los aplausos que acabaron en gritos de intolerancia. La bondad de la gente buena. La maldad creciente de los que se creen buenos por encima de la diversa diferencia. Y sentir que el mundo va mal y lo peor no es el virus. El llorar. El volver a llorar.
La necesidad de la simbiosis. El ahora no salgo porque no quiero. Viajemos. Necesito ser bosque, agua, sal. Quiero ser parte de algo bueno de verdad. Nos cuidamos lejos. El no querer regresar.
Y con julio llega la despedida. El “túyyo” partido. Doscientos kilómetros no son nada, pero alguien olvidó decírselo a la cama, y todas las noches me soporta infinita mientras te busco.
Regresó el volver a madrugar. El miedo a las caras descubiertas. Las dudas. El mirar sospechoso. El no querer cargar con nada que pueda hacer daño a mis mitades lejanas. Los pasillos vacíos, las voces que quise olvidar. El trabajar sin sentido. Julio siempre se ha llevado mal conmigo. No hacía falta que se volviera aún más cabrón.
Un dolor de muelas. Unas muletas. Nueva normalidad con olor a naftalina. Que bien mientes. La gente sigue igual. La gente no cambia. Querer huir. Contigo. Y ser más rápidas que la estupidez que nos espera. Y volar. Y volver a soñar. Mañana.
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